sábado, 31 de mayo de 2014

Laura



Entré en aquella habitación sumida en una misteriosa penumbra, anheloso por poseer el preciado tesoro que albergaba. Un haz de luz lunar iluminaba el centro de la estancia, tras el cual Laura me esperaba pacientemente, reclinada sobre su espalda. Pese a la nefasta capacidad visual que la sala ofrecía, pude adivinar la curva de su cintura, la suavidad de su cuerpo. Avancé lentamente hacia la sensual silueta recortada entre las sombras, deteniéndome a escasos centímetros.

"Te he echado de menos", aventuré. No obtuve respuesta. El silencio me desgarraba el alma. Después de tanto tiempo... el recuerdo de su dulce voz, de su melodioso canto, de aquellas notas capaces de hacer derramar las lágrimas del más feroz ser, retumbaba en mi mente como el canto de una seductora sirena.

La impaciencia competía en mi interior contra la voluntad de saborear aquel momento, el reencuentro de un hombre con su amada, con la mitad de su alma, con su misma identidad en distinto cuerpo, sin la cual no estoy completo. Su expresión de reproche, puesto que quizás imaginó que la había abandonado, presa del temor al inexorable olvido, fue reemplazada por una sensación de alivio y de júbilo por volver a verme. Bajo su mirada compasiva se deslizaron nerviosos mis dedos desabrochando la cremallera de su sobrio vestido, desenfundando un cuerpo escultural que parecía tallado por el mismo Miguel Ángel. Recordé que, irónicamente, su progenitor fue un lutier italiano celebérrimo en su época, creador de las más distinguidas obras de arte, entre las cuales nació mi bella Laura.

La emoción me golpeó de frente, sin avisar, y no pude contener las lágrimas que brotaron descontroladas de mis ojos, como pájaros que vuelan libres al fin tras ser galeotes de un terrible destino durante demasiados años.
La penuria y el dolor se habían apoderado de mi ser, la culpa y el remordimiento me habían corroído las entrañas como la carcoma devora los libros descuidados, dejándolos vacíos, destruyendo las bellas historias que un día fueron y quedaron deformadas, amorfas tras el velo de la putrefacción. En mis sienes repiqueteaban como martillos el sonido de mil balas disparadas a bocajarro. Me bastaba con parpadear para vislumbrar los ojos aterrorizados de mi primera víctima, mi primer desgarro de la consciencia, mi primer asesinato. Estuve todo el día llorando, pues nunca imaginé el impacto que podría causar el simple hecho de disparar un arma. No era consciente de lo que ello comportaba, de qué significaba arrebatarle la vida a un ser humano por una causa dudosa que antes defendía sin miramientos. Desde entonces, su recuerdo y el de incontables espíritus me atormentan a cada instante, ocupando mi mente y protagonizando mis más sangrientas pesadillas. La desolación que la guerra causó en aquel remoto país no era sino un reflejo de lo que yo era ahora, me había reducido a escombros. Mis recuerdos anteriores al campo de batalla se me antojaban como un sueño idílico, quizás inexistente. Quizás sólo ceniza. Pero el recuerdo de Laura me mantuvo con la esperanza de volver a casa, de revivir aquellos momentos mágicos que tanto añoraba, bajo el amparo de la pasión y la seguridad que me proporcionaba y de la que tan distante me encontraba en aquellos instantes.

Sin embargo, ahora la tenía justo delante, impaciente. La pellizqué cariñosamente y dejó escapar un gemido ronco, atrofiado por el desuso de su voz. Acariciándole los cabellos, fuimos recobrando poco a poco la sintonía que tanto nos había unido, recordando aquellos momentos de incertidumbre y excitación que tenían lugar antes de empezar cada concierto, cuando los nervios eran casi tangibles. Delicadamente, mis dedos fueron recorriendo cada rincón de su cuerpo, dibujando su sinuosa figura. Mis labios se posaron en su vientre, aquel misterioso lugar donde se gestaban y resonaban los más maravillosos sonidos imaginables. ¡Qué injusticia para la humanidad que Laura hubiese permanecido muda durante tanto tiempo! Tras un largo suspiro, intentando vaciar mi mente de todas las imágenes bélicas y los pensamientos perturbadores, tomé mi arco y traté de recordar los movimientos que tanto esfuerzo me costaron interiorizar y que, en algún lugar del subconsciente, habían quedado grabados con hierro candente. Entonces, casi sin percatarme de ello, empecé a tocar aquella suite de Bach para violoncelo que en tantas ocasiones tuve el honor de ejecutar en público y en la intimidad, invocando su espíritu para que me ayudara a interpretarla, sin pensar en otra cosa que en su belleza, su carácter, el fluir de la música que me invadía de la cabeza hasta la punta de mis extremidades, aislándome de todo lo ajeno a Laura y a mí, fusionándonos como dos amantes: como un músico y su instrumento constituyendo un sólo cuerpo, envueltos en el manto de una pieza, hablando un idioma secreto capaz de conmover al mundo.


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