Entré en aquella
habitación sumida en una misteriosa penumbra, anheloso por poseer el preciado
tesoro que albergaba. Un haz de luz lunar iluminaba el centro de la estancia,
tras el cual Laura me esperaba pacientemente, reclinada sobre su espalda. Pese
a la nefasta capacidad visual que la sala ofrecía, pude adivinar la curva de su
cintura, la suavidad de su cuerpo. Avancé lentamente hacia la sensual silueta
recortada entre las sombras, deteniéndome a escasos centímetros.
"Te he echado de
menos", aventuré. No obtuve respuesta. El silencio me desgarraba el alma.
Después de tanto tiempo... el recuerdo de su dulce voz, de su melodioso canto,
de aquellas notas capaces de hacer derramar las lágrimas del más feroz ser,
retumbaba en mi mente como el canto de una seductora sirena.
La impaciencia
competía en mi interior contra la voluntad de saborear aquel momento, el
reencuentro de un hombre con su amada, con la mitad de su alma, con su misma
identidad en distinto cuerpo, sin la cual no estoy completo. Su expresión de
reproche, puesto que quizás imaginó que la había abandonado, presa del temor al
inexorable olvido, fue reemplazada por una sensación de alivio y de júbilo por
volver a verme. Bajo su mirada compasiva se deslizaron nerviosos mis dedos
desabrochando la cremallera de su sobrio vestido, desenfundando un cuerpo
escultural que parecía tallado por el mismo Miguel Ángel. Recordé que,
irónicamente, su progenitor fue un lutier italiano celebérrimo en su época,
creador de las más distinguidas obras de arte, entre las cuales nació mi bella
Laura.
La emoción me golpeó
de frente, sin avisar, y no pude contener las lágrimas que brotaron
descontroladas de mis ojos, como pájaros que vuelan libres al fin tras ser
galeotes de un terrible destino durante demasiados años.
La penuria y el dolor
se habían apoderado de mi ser, la culpa y el remordimiento me habían corroído
las entrañas como la carcoma devora los libros descuidados, dejándolos vacíos,
destruyendo las bellas historias que un día fueron y quedaron deformadas,
amorfas tras el velo de la putrefacción. En mis sienes repiqueteaban como
martillos el sonido de mil balas disparadas a bocajarro. Me bastaba con
parpadear para vislumbrar los ojos aterrorizados de mi primera víctima, mi
primer desgarro de la consciencia, mi primer asesinato. Estuve todo el día
llorando, pues nunca imaginé el impacto que podría causar el simple hecho de
disparar un arma. No era consciente de lo que ello comportaba, de qué
significaba arrebatarle la vida a un ser humano por una causa dudosa que antes
defendía sin miramientos. Desde entonces, su recuerdo y el de incontables
espíritus me atormentan a cada instante, ocupando mi mente y protagonizando mis
más sangrientas pesadillas. La desolación que la guerra causó en aquel remoto
país no era sino un reflejo de lo que yo era ahora, me había reducido a
escombros. Mis recuerdos anteriores al campo de batalla se me antojaban como un
sueño idílico, quizás inexistente. Quizás sólo ceniza. Pero el recuerdo de
Laura me mantuvo con la esperanza de volver a casa, de revivir aquellos
momentos mágicos que tanto añoraba, bajo el amparo de la pasión y la seguridad
que me proporcionaba y de la que tan distante me encontraba en aquellos
instantes.
Sin embargo, ahora la
tenía justo delante, impaciente. La pellizqué cariñosamente y dejó escapar un
gemido ronco, atrofiado por el desuso de su voz. Acariciándole los cabellos,
fuimos recobrando poco a poco la sintonía que tanto nos había unido, recordando
aquellos momentos de incertidumbre y excitación que tenían lugar antes de
empezar cada concierto, cuando los nervios eran casi tangibles. Delicadamente,
mis dedos fueron recorriendo cada rincón de su cuerpo, dibujando su sinuosa
figura. Mis labios se posaron en su vientre, aquel misterioso lugar donde se
gestaban y resonaban los más maravillosos sonidos imaginables. ¡Qué injusticia
para la humanidad que Laura hubiese permanecido muda durante tanto tiempo! Tras
un largo suspiro, intentando vaciar mi mente de todas las imágenes bélicas y
los pensamientos perturbadores, tomé mi arco y traté de recordar los
movimientos que tanto esfuerzo me costaron interiorizar y que, en algún lugar
del subconsciente, habían quedado grabados con hierro candente. Entonces, casi
sin percatarme de ello, empecé a tocar aquella suite de Bach para violoncelo
que en tantas ocasiones tuve el honor de ejecutar en público y en la intimidad,
invocando su espíritu para que me ayudara a interpretarla, sin pensar en otra
cosa que en su belleza, su carácter, el fluir de la música que me invadía de la
cabeza hasta la punta de mis extremidades, aislándome de todo lo ajeno a Laura
y a mí, fusionándonos como dos amantes: como un músico y su instrumento
constituyendo un sólo cuerpo, envueltos en el manto de una pieza, hablando un
idioma secreto capaz de conmover al mundo.