jueves, 29 de mayo de 2014



Él tiene el poder de cambiar mi estado de ánimo como si de un interruptor se tratase, invadiéndome de preocupación y pesadumbre si percibo un atisbo de tristeza en su mirada de ojos negros o embriagándome de éxtasis y radiante felicidad si me dedica una de sus preciosas y sinceras sonrisas. Soy sumamente vulnerable  y susceptible a cualquier sutil gesto que realice, aun inconscientemente, pues soy conocedora de que mi insaciable imaginación está empeñada a interpretar cada uno de sus movimientos, involucrándome en sus causas. Incluso soy víctima de mi mente, que me engaña constantemente confundiendo sus marcadas facciones con las de casuales viandantes que no guardan relación alguna; su esbelta figura con la de un ciclista que pasa raudo por delante; su enrevesado cruce de piernas al sentarse con las de cualquier pasajero del autobús, que observa curioso la expresión de la locura que se dibuja en mi rostro. Pero en el fondo sé que, a pesar del rubor que se asoma por mis mejillas cada vez que distingo sus gráciles andares entre la multitud, no tengo la más ínfima posibilidad de entablar una relación con él.

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