martes, 25 de noviembre de 2014

Yo estuve aquí





Miré el reloj. Tan solo habían pasado quince minutos. Aunque la clase era verdaderamente interesante, cada segundo se me antojaba eterno. Quizás se debía a la curiosa combinación de los cantos gregorianos que estábamos estudiando en clase de Historia de la Música, cuyas solemnes monodias evocaban ambientes más idóneos para la purificación espiritual, con las carcajadas causadas por un chiste obsceno provenientes de un grupo de adolescentes en el pasillo y los efluvios hormonales del muchacho que se había sentado a mi lado. Por no mencionar el cansancio que ya formaba parte de mí y que era especialmente perceptible a esas horas de la tarde.
Traté de concentrarme en la litúrgica melodía cerrando los ojos, pero el sueño amenazaba con apoderarse de mis párpados, de modo que intenté fijar la vista en algún punto de la estancia.

En aquel momento algo llamó mi atención. No era la primera vez que reparaba en ello; de hecho, desde el primer día de clase fui consciente de su presencia en el aula. Sin embargo, ahora adquiría un nuevo significado. Ya estaba familiarizada con este tipo de cambios de percepción, pues constantemente me encuentro en situaciones similares en las que, al retirar la etiqueta que de forma automática había adjudicado a un determinado ser, percibo una realidad más dinámica, una identidad fluida que abarca mucho más de lo que había asignado. En cualquier caso, me ocuparé de este fenómeno en otra ocasión.

Lo que llamó mi atención fue la pared que daba al patio interior del Conservatorio, contra la cual instantes antes apoyaba mi cabeza. Casi a la misma altura que los pupitres, rezaban los nombres de centenares de alumnos y exalumnos del centro. Normalmente me hubiese escandalizado por el acto de vandalismo que supone, la falta de respeto hacia el edificio y al equipo de limpieza, una muestra de rebeldía adolescente o quizás hubiese sentido curiosidad por saber si Ana y Marc seguían proclamando su amor inquebrantable por las paredes del planeta o si, contra todo pronóstico, su relación había perecido.

Pero hoy esos nombres grabados a bolígrafo, lápiz y rotulador adquirían una dimensión distinta. No pude sino preguntarme qué es lo que los había impulsado a firmar aquella pared que tarde o temprano dejarían de visitar. 
Entonces comprendí que aquel muro era la expresión de uno de los instintos fundamentales de la naturaleza humana: el deseo, la necesidad de dejar nuestra huella. Una marca que justifique nuestra presencia en el mundo, una señal que constate nuestro paso por la vida. Un diminuto detalle que reafirme nuestra existencia y nos enlace eternamente a la realidad.

De algún modo, aquello me conmovió. Todos aquellos nombres representaban una vida, una expresión de individualidad, la evocación del propio ego, que cobraba sentido en su conjunto. Cada una de aquellas firmas era el resultado de un anhelo por formar parte de algo mayor, identificarse con los demás alumnos que habían dejado su huella en el pasado. Quizás una muestra de empatía hacia los anteriores alumnos que también sufrieron en aquella aula, así como un signo de esperanza para todos aquellos futuros estudiantes que leerían sus nombres. Toda una inspiración que pasaba desapercibida ante nuestros propios ojos.

A menudo me he preguntado por qué nos esforzamos tanto en superarnos; cuidamos nuestro aspecto físico, intentamos generar un ambiente acogedor a nuestro alrededor, procuramos tratar a los demás con simpatía, perfeccionamos nuestras habilidades, seguimos luchando por alcanzar nuestras metas, intentamos mejorar a nivel personal, intelectual y laboral. Quizás el motivo sea precisamente ese anhelo por formar parte de la historia. Contribuir con nuestra existencia a labrar un futuro decente, enorgullecernos de la memoria que hemos escrito.

Un hombre que admiro profundamente explicó una vez su visión sobre este aspecto: durante nuestra infancia, nos hallamos en un estado de fascinación por el mundo. Maravillados por los misterios que nos rodean, sentimos curiosidad por descubrir los límites de la realidad y nuestra única preocupación es disfrutar de nuestro viaje. A medida que crecemos, nace otra inquietud: queremos que nuestra vida cobre sentido, buscamos un objetivo concreto, un destino. La búsqueda de un lugar en el que encajar y poder destacar se convierte en un reto que se complica proporcionalmente con la edad. Llega un momento en el que nuestra ambición metamorfosea a incertidumbre y la presión llega a asfixiarnos, pues la incapacidad por descubrir quienes somos nos desconcierta. Queremos ser alguien, aportar algo a la sociedad. Recuerdo que en ese momento su mirada se iluminó y, con una tierna sonrisa, confesó que ese conflicto se disipó cuando nació su hijo. En aquel instante comprendió que él era su huella; una parte de él quedaría en este mundo cuando ya no existiera. La prueba de que él había existido. Su deber como padre era, pues, educar a su hijo basándose en la experiencia adquirida a lo largo de su vida, transmitiendo los valores y el conocimiento del que disponía para garantizarle una vida óptima y enorgullecerse de aquél niño que le inspiraba tanto amor.

Quizás éste es el secreto. Quizás solo se trate de dejar nuestra huella en el tiempo, en la memoria de la humanidad. Saber que hemos dejado algo atrás, una parte de nosotros inmortalizada en la realidad para que, cuando nuestro cuerpo exhale en un último suspiro nuestro ser, no quede lugar para el arrepentimiento ni la decepción, sino algo que recuerde nuestro paso por el mundo y no nos disolvamos en el olvido. Una prueba de que nosotros vivimos, sentimos, amamos, hicimos todo lo que quisimos e incluso llegamos a hacer más de lo que nunca habíamos imaginado. Una marca que demuestre que vivimos intensamente y aprovechamos cada segundo de nuestra experiencia, saber que tuvimos un significado relevante en la vida de otro ser humano. Todas aquellas personas que nos conocieron, que tuvimos el placer de conocer, que realizaron cambios en nuestras vidas y, recíprocamente, las vidas que cambiamos; incluso aquellas con las que no tuvimos una relación estrecha pero hemos emocionado e inspirado de algún modo. Dejar constancia de nuestro esfuerzo por ofrecer todo lo que tenemos, haber sido capaces de superarnos y sacar lo mejor de nosotros mismos, haber hecho feliz a alguien aunque sea con una simple sonrisa.

Haber hecho de este lugar un mundo mejor con nuestra existencia y poder decir, con la cabeza bien alta:

Yo estuve aquí.



Tras esta reflexión, volví a mirar el reloj: tan solo quedaban diez minutos de clase. Perdida, levanté la vista. Entonces me percaté de que reinaba un silencio sepulcral y noté la intimidante mirada del profesor que me observaba, expectante, quizás aguardando una respuesta a la pregunta que acababa de formular. Avergonzada, pedí si podría repetir la pregunta.
-¿Observa algún elemento en el documento proyectado en la pantalla que le llame la atención?
Desconcertada, busqué entre las notas repartidas por el tetragrama sin un orden apartente hasta que, por fin, comprendí de qué se trataba. No pude reprimir una sonrisa por la coincidencia:
-Es la primera obra que hemos estudiado que aparece firmada bajo el nombre de su autor.

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