Foto: suziesparkle, via Flickr |
La miré a los ojos. Ella me observaba, clavando sus pupilas fijamente en mí. Su mirada era desafiante, curiosa, penetrante. ¿Cómo podía ser que mi propio reflejo me resultase tan extraño? ¿Realmente conocía a aquella chica que me devolvía la sonrisa? Estudié sus rasgos, sus gestos, sus imperfecciones. Es curioso el tiempo que dedicamos a analizar las personas que nos rodean, evaluando sus virtudes y defectos, admirando sus hazañas o su belleza, criticando sus carencias y errores. Sin embargo, ¿cuántas veces nos detenemos a vernos en el espejo? No me refiero a mirar simplemente nuestro reflejo; tampoco a lamentarnos por la aparición de esos quilos de más ni a ningún acto de vanidad. No, yo quiero ir más allá.
¿Realmente nos conocemos? Por mucho que estudie mis fotografías o cualquier tipo de imagen en la que aparezca no me reconozco. Sé que aquél ser humano soy yo, es mi cuerpo, son mis movimientos, es mi voz. Aun así, tengo la sensación que no se trata sino de un maniquí, una imitación de mi ser, una manifestación involuntaria de mi persona. ¿A caso Narciso era consciente de su identidad, tras contemplarse insaciablemente en aquél fatídico riachuelo? ¿No es la vanidad la demostración más evidente de la ignorancia de nuestra autenticidad?
Esta reflexión es un tanto inquietante. Si no sabemos quienes somos, o como somos, estamos expuestos a cualquier situación, somos infinitamente vulnerables. No disponemos de ningún seguro, no tenemos garantías, desconocemos nuestra reacción al estar sometidos a determinadas condiciones. Podemos especular, podemos intuir, basándonos en experiencias previas, cómo solucionaríamos determinados conflictos cuando se nos plantean de forma externa. En cambio, cuando nos encontramos inmersos en un contexto fuera de lo común, somos peligrosamente impredecibles. Es entonces cuando se despliega un mundo infinito de posibilidades en nuestro interior.
¿Es posible escoger nuestra reacción? Y si nos incomodan nuestros sentimientos, ¿podemos elegir no sentirlos? ¿Cuantas veces habremos deseado no desear lo que inevitablemente hemos deseado? Si pudiésemos apagar o encender nuestros sentimientos, como si de interruptores se tratase, todo sería mucho más fácil. Si tuviésemos el poder de decidir nuestro estado anímico, si pudiésemos dominar nuestras emociones, seríamos invencibles. Pero entonces, ¿seguiríamos siendo la misma persona? ¿Poseeríamos una identidad? ¿Tendría sentido la experiencia?
Creo que cuando nos percatamos de que no somos de una determinada forma, ni somos alguien en concreto, sino que podemos ser cualquier cosa que nos propongamos, que queramos ser, es cuando adquirimos nuestra verdadera identidad. Una identidad que sólo cada uno puede determinar. Una identidad que se forja a partir de las decisiones que tomemos, más por las causas e impulsos que nos llevan a decidir que por sus resultados. Una identidad que no es invariable, que podemos modelar a nuestra voluntad.
Cuando nos encontramos con un conflicto, disponemos de varias opciones. Según la decisión que tomemos, nuestra vida puede emprender un camino completamente distinto al que esperábamos. En nuestra mente aparecerán dudas, pero podemos poner todo de nuestra parte por afrontar los acontecimientos como deseemos. Es entonces cuando nuestra personalidad hará que actuemos de una forma u otra. Es decir, no se trata de las consecuencias de tu decisión, sino de qué te ha empujado a tomarla, los motivos y la experiencia que te ha conducido hasta este instante, lo que te define. Por lo tanto, tu identidad es una elección -tu decides quién eres, consciente o inconscientemente.
La naturaleza se rige por dos premisas principales: siempre tiende al máximo desorden y al equilibrio. Análogamente, los humanos somos unos seres eclécticos. Somos un caos de emociones, pensamientos, ideas, percepciones, sensaciones, interpretaciones, preguntas, respuestas, inquietudes, personalidades, actitudes, memorias, consciencia, alma; huesos, músculos, arterias, venas, nervios; células; moléculas; átomos. Sin embargo, este conjunto aparentemente caótico se rige por un orden interno, un propósito. Todo tiene su función, quizás en algunos aspectos desconocida, pero presente. La evolución nos ha conducido hasta este preciso momento, en el cual un conjunto de elementos desordenados se han coordinado a la perfección para crear algo tan complejo como el ser humano. No sólo eso; más de siete mil millones de seres humanos, cada uno único en su especie.
Entonces, ¿por qué nos preocupa tanto lo desconocido? ¿Por qué nos empeñamos en controlar todo lo que nos rodea? ¿Por qué insistimos en dominar las bestias que habitan en nuestro interior?
Tal como he mencionado anteriormente, somos un caos que se rige por un orden determinado. Inevitablemente, seguimos unos patrones de comportamiento. Desconozco si se trata de algún mecanismo genético, de la experiencia o de la educación, o quizás de todo simultáneamente. Pero son precisamente estos patrones los que nos definen.
No obstante, siempre hay un elemento que desmonta las definiciones que establecemos, pues definir implica descartar y limitar, mas existen infinitas posibilidades. Por ello, creo que nunca podremos llegar a conocer a nadie completamente, ni tan solo a nosotros mismos. Al fin y al cabo, ¡qué aburrida sería la vida sin imprevistos! Es quizás una propiedad innata de las personas, una vida repleta de giros y altibajos, una trama de interesantes sucesos.... así se originan las buenas historias, de este caos nace el arte. No podemos evitar la tragedia, constantemente nos vemos arrojados a la catástrofe, pero aun así luchamos por sobrevivir y volver a ser felices. Somos un impulso, un deseo irrefrenable de vivir. Y eso es lo que nos hace humanos. Eso es lo que nos hace extraordinarios.